La mirada peligrosa


El ejemplo es sangrante con el caso de las denuncias de violencia de género

Mirada.
Mirada.
Mirada.
Mirada.

Recuerdo que, durante buena parte de mi infancia, una sola mirada de mi madre -en cualquier contexto- bastaba para saber que debía callarme o dejar de hacer cualquier cosa en la que estuviera enfrascado. Temía aquel cruce de miradas casi sobre todas las cosas de este mundo, pues de ignorarlo tenía consecuencias que, aunque no las supiera con certidumbre, la certeza era que no me iban a gustar.

No era una educación estricta, propiamente dicha, pero sí lo suficientemente fuerte para comprender que había unos límites que no se podían traspasar y que, si me declaraba en rebeldía, sería sofocado de forma rápida y eficaz.

Aquello era matriarcado y en el punto al que hemos llegado definirlo así puede que me cueste el primer insulto del día y con el que me vaya a la cama esta noche. Pero la realidad que, con ese gesto de mi madre, se conjugaban dos conceptos básicos: el de la educación y el de la autoridad. Dos ideas que se han manoseado hasta el extremo de tejerlas a la conveniencia de una sociedad vacía, en la que ya, el estado progre, se ha metido hasta el tuétano y quiere controlar hasta nuestros pensamientos más íntimos y, probablemente, en muchos casos lo haga.

El control está ahí y se refleja en cada poro y en cada acción que, por descabellada que sea, ya asumimos con naturalidad. El ejemplo es sangrante con el caso de las denuncias de violencia de género, en el que la sola denuncia (la sola fe de Lutero) te manda al calabozo sin más, a la espera de que te vea el juez y te diga. Aunque solo sean 12 horas (que pueden ser más dependiendo del lugar) y no hayas hecho nada, puede que sin comerlo ni beberlo te veas con las esposas puestas y con el shock encendido.

Cada vez es más difícil saber cómo proceder, porque por ser hombre o por pensar distinto (o por ti mismo) te ves caminando sobre el alambre sin ser trapecista. Ahora recuerdo la mirada de mi madre y la veo por todas partes.