Espectáculos lamentables


El concepto vergüenza ajena se está perdiendo y es una pena

Gente./Foto: LVC espectaculo
Gente./Foto: LVC
Gente./Foto: LVC espectaculo
Gente./Foto: LVC

El concepto vergüenza ajena se está perdiendo y es una pena. Una lástima porque cada vez la sentimos menos y observamos espectáculos lamentables con la naturalidad de su cotidianidad. Esto es, se dan tanto que se ha ido el factor sorpresa, la estupefacción.
 
Recuerdo bien que en la infancia, la adolescencia y la juventud vi escenas que me produjeron eso, tal vez, porque me educaron en unos valores que, aunque no eran excesivamente estrictos, lo que siempre tuve claro que en la calle no se daba la nota. Ahora, en cambio, dar la nota es lo común, en cualquier espacio y foro.
 
Escribo estas líneas con dos espectáculos de esos calentitos. El primero ha tenido lugar en el vestuario de una piscina, donde los padres y madres de los niños se han agolpado como, si en lugar de que los chiquillos fueran a nadar, se estuvieran preparando para entrar a un concierto. Al intentar salir un presunto padre (presunto porque no llevaba niño) me ha arrinconado en un pasillo y, hasta que no ha pasado con su barriga prominente y cierto hálito a bebida alcohólica, no ha cejado en su propósito. Lo de dejar salir para entrar no lo manejaba con su botella de agua y su mirada perdida, amén de una camiseta de esas que se venden como souvenir y que era, al menos, dos tallas más pequeñas que su barriga.
 
Al salir al exterior, emocionado por respirar el aire de la calle, unas voces airadas me han sobresaltado. Eran las de un niño, de unos diez años, que ha entrado en crisis. El motivo de su malestar emocional era desconocido para mí, pero la cara de la madre lo decía todo, mientras el chavalito gesticulaba como si estuviera en trance y no paraba de gritar. La madre se ha montado en el coche y, tras un par de gestos elocuentes, el infante se ha metido en al suv, mientras se han oído los gritos hasta con las puertas cerradas y el coche en marcha. En la distancia aún me ha parecido escuchar su ataque.
 
Ya he creído estar liberado cuando, tras cruzar la calle, dos conductores se han enzarzado en una pelea. Tras el vociferio de rigor ha pasado por medio un patinete y, el enemigo común, los ha puesto de acuerdo para insultar al adolescente del patinete que no se ha alterado porque llevaba unos auriculares orejeros y no se estaría enterando de eso ni del tráfico, luego pasa lo que pasa y vienen los llantos.