Domingo XXIV del Tiempo Ordinario


Muy queridos hermanos y amigos:

El Señor nos regala un día más de vida, para que celebremos su triunfo sobre la muerte y el mal, para que dediquemos este día a la familia, el descanso y a Él, por supuesto, con nuestra participación en la Santa Misa que nos acrecienta en la Fe, nos afianza en la Esperanza y nos despierta a la Caridad.

Dentro de esta última virtud, la más grande según S. Pablo en su carta Primera a los Corintios, se engloba el perdón al prójimo, amigo o enemigo. Tal cual; perdonar siempre y a todos. ¡Buf! Complicado, ¿eh? ¡Claro! Porque ser cristiano, no solo es estar bautizado, confirmado (si acaso) y casado por la Iglesia (en peligro de extinción), sino vivir imitando al que le debemos todo lo que somos y tenemos: a Cristo. Por eso, el creyente está luchando constantemente en su interior por la virtud, por superarse a sí mismo cada día, por ser mejor y más fiel a un Evangelio que tiene como meta, el Cielo.

En palabras de San Francisco de Sales  en su “Tratado del amor De Dios”, que supera el millar de ediciones y está considerada su obra culmen, “el amor es el movimiento, la marcha y la dirección del corazón hacia el bien”. No se puede describir mejor, puesto que aquel que ama auténticamente a Dios, sólo desea el bien del prójimo, sea amigo o enemigo, puesto que aspira a un Bien Supremo: unirse íntimamente a Dios aquí, sin verlo, para verlo y gozarlo eternamente, Allí. De ahí nuestro deber de perdonar siempre, aunque duela, como una gran herida que se cura lentamente, pero para la cual tenemos al mejor Médico, que nos ayuda para una completa cicatrización.

De ahí que la primera lectura de hoy, de Sirácida o Eclesiástico y el Evangelio de Mateo, al igual que el Salmo 102, nos invitan al perdón. “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud (perdón de los pecados) al Señor?”, reza la primera lectura. Y en el Evangelio, a la pregunta de Pedro sobre cuántas veces hay que perdonar al que nos ofende, el Señor Jesucristo le contesta, “hasta 70 veces 7”, o sea ¡siempre!. Es fuerte, ¿eh? ¡Es exigente!

Ya no le sirve al católico alegar “yo perdono, pero no olvido”, porque eso no es perdonar. Eso es matar en el corazón al prójimo más lejano o más cercano, da igual. A fuerza de no remover la m… se acaba secando y no huele; a fuerza de no sacar a colación siempre la ofensa en todos los grupos, en todas las conversaciones y en todos los momentos, el corazón se apacigua, el Señor viene en nuestra ayuda y la ofensa se acaba perdonando y olvidando. Así de fuerte y así de simple, porque tenemos testimonios de perdón increíbles en la historia fantástica de nuestra Iglesia, empezando por el de Nuestro Señor; “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Por no extenderme mucho y citar algún caso concreto: ¿puede una  chica perdonar a quien intentó violarla y la hirió de muerte con una daga? ¿Puede una madre perdonar a su hijo, que mandó asesinar a los asistentes a una misa, estando ella misma dentro del Templo? ¿Puede un hombre perdonar al que intentó asesinarle sin éxito? ¡Sí! Sus nombres: Santa María Goretti, Santa Mónica y san Juan Pablo II. Hay millones de testimonios más, unos ya canonizados y otros en carne y hueso aún. Unos ya en Casa y otros, en el camino exacto para llegar a Ella.

Cristo nunca abandona a quien ama y sigue sus mandatos. ¡Animo! Tú también puedes perdonar.

¡Feliz Domingo! ¡Feliz día del Señor!