De cenizas y cenizos


En la última semana han podido ser innumerables -¡Como la estrellas del cielo!- las opiniones sobre la “inquisitorial” idea de la Iglesia de no ver con buenos ojos la conversión de las cenizas de los difuntos en “recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos”. En mi caso particular no podía ser una excepción, y “de todo y en su orden”, los pronunciamientos encontrados han ido desde Jesús Vigorra (Diario Córdoba) a Rosa Belmonte (Diario ABC). Claro que una síntesis de las diferentes opiniones nos llevaría, en sustancia, a interrogantes y exclamaciones como los que siguen: “¿Pero quién se ha creído la Iglesia para decirme donde tengo que guardar las cenizas de mi madre? […] ¡Pero quién se habrá creído la Iglesia para decirme a mi…!”

Para algunos ha hecho su aparición “estelar” el “cenizo del Santo Oficio” (Véase Congregación para la Doctrina de la Fe con su Instrucción Ad resurgendum cum Christo. Instrucción acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación). Llegados a este punto, quizá sea este el momento de poder recordar unas palabras de Chesterton, – que aquí dejo sin más -, al reflexionar sobre los motivos de la persecución en los primeros siglos: “Esos cristianos eran profundos e incómodos”. La Instrucción abunda en expresiones como “aconseja vivamente”, “reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia”, “recomienda insistentemente”. Claro que también emplea giros como “no está permitida”. Lo cual ha de recordar que la Iglesia, como buena madre, quiere la verdadera educación de los hijos. Cosa distinta, es que “yo no quiera saber nada ni de la Iglesia ni de los curas” y, por tanto, ese sencillo dato me haga “no destinatario primero” de su enseñanza, por ejemplo, en este tema que circunda.

Ahora bien, como semejantes líneas están expuestas también a la opinión de todo hijo de vecino – destinatario inmediato o remoto de la Instrucción – , permítaseme el subrayado de algún que otro aspecto con el sencillo ánimo de animar aún más el debate. El primero de ellos proviene de la Instrucción al uso en su número 5: “La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas”.

El segundo de los aspectos lo tomo del intento – en forma de libro con el título Imágenes para la esperanza – de un antiguo Prefecto del, – para entendernos así sin rodeos – Santo Oficio por convertirse durante unas horas en cicerone de la Urbe de Roma. Ya se entiende que me estoy refiriendo al, por entonces, Cardenal Joseph Ratzinger. Guiando – Imagíneselo con la banderita bien alta para que ningún “japo” se pierda – por las inmediaciones de la Basílica de san Pedro, al pasar por lo que se conoce como Camposanto Teutónico, pregunta: “¿Por qué exactamente tememos ante la muerte?”. Y con esa amabilidad y dulzura que le caracterizan responde: “La tememos, porque nadie puede sacudirse completamente la sensación de que habrá un juicio ante cuya cercanía nos acuda sin paliativo alguno el recuerdo de todos nuestros fallos, ese recuerdo que, de ordinario, tan diligentemente sabemos reprimir. La cuestión del juicio ha puesto su sello a la cultura funeraria de todas las épocas. El amor que rodea al muerto, debe protegerlo; el hecho de que lo acompañe tanta gratitud, no puede dejar de tener efecto en el juicio: así pensaban y piensan los hombres” (Imágenes para la esperanza, 100). Y añade, finalmente, con toda la paciencia del mundo hacia esos seres que son “ontológicamente” una “polaroid con cuerpo humano incorporado”: “Nuestros cementerios, con sus signos de caridad y confianza, son en realidad intentos así, realizados por el amor, de retener de algún modo al otro, de darle todavía un trozo de vida. Y, desde luego un poco continúa viviendo realmente también en nosotros; no el mismo, sino algo de él. Dios puede retener más: no sólo pensamientos, recuerdos, repercusiones, sino a cada uno como él mismo” (Imágenes para la esperanza, 102).

El tercero de los subrayados de este “argumentario no muy crematístico” podría parecer como “metido con calzador”. -¡Lo admito! ¡Puede ser! -. Sin embargo, concédaseme el beneficio de la duda en forma de un par de minutos de sosegada lectura de lo que sigue. La reflexión, verdaderamente sugerente, – Bueno más que reflexión es todo un monólogo por parte del mismísimo Dios Padre tal y como es recreado por el escritor francés Charles Péguy – reza así:

“-Todo está consumado. No hablemos más de esto. De este increíble descendimiento de mi Hijo en medio de los hombres. Y la que con esto han armado ya. Y alrededor de la hora nona ha hecho resonar mi Hijo ese grito que todavía no ha dejado de resonar. Los soldados han vuelto a sus cuarteles riéndose y chanceando, porque han acabado el servicio. Sólo un centurión y algún que otro soldado han quedado para custodiar aquel patíbulo sin importancia. Alguna que otra mujer, la Madre. Ya cualquiera tiene derecho a sepultar a su hijo, menos yo, Dios, que estoy maniatado por esta aventura, sin poder sepultar a mi Hijo. Fuiste tú, oh noche, que viniste”.

Nada más. ¡Qué prosiga el debate! Claro que: In ictu oculi.