¿El país del “fúrbol”, las cañitas y el culto a los cocineros filósofos?


Hace unos días se podía leer, en prensa escrita, el relato del enfado de un periodista al no encontrar nada de la narrativa de Valle-Inclán en ninguna de las dos mayores librerías de la capital de España. Eso le daba a pie a afirmar, y no a preguntar – como ha hecho un servidor -, que España es el país del “fúrbol”, las cañitas y el delirante culto a los cocineros filósofos. A lo que añadía: “Un país que se quiere poco, que olvida o desprecia lo mejor de lo suyo y chapotea en la frivolidad, el autodesprecio y la desmemoria – Al parecer si se pueden encontrar con toda facilidad las Obras Completas del ínclito Boris Izaguirre -. Por el momento, el que escribe prefiere mantener la interrogación y no pasar a la afirmación. Claro que eso implica, al menos, toda una tarea de “discernimiento” o de un espíritu no precisamente acomodaticio.

Como la Navidad da para la lectura sosegada, el que escribe ha tenido la oportunidad de acercarse al pensamiento del narrador y ensayista francés Philippe Muray en su obra El Imperio del Bien (Granada 2012). Así que voy a intentar aplicar lo que “discierne” de “Gabacholandia” al caso de “Carpetovetonia”. Todo ello con la idea de que no todo sea “fúrbol” o “filosofía de la deconstrucción y el hidrogeno líquido” – Con las cañitas, razones varias, prefiero no meterme -.

Ya en harina, el mismo Muray advierte, y con insistencia, con respecto a las “jeremiadas” que “todo lo que no se puede exponer públicamente en un plató ni siquiera debería ser pensado. En los debates televisivos, la fórmula clave para detener a alguien en pleno vuelo, para parar a cualquiera que esté a punto de soltar algo vagamente no alineado, oscuramente no consensual, ligeramente no identificado, la fórmula clave es la siguiente: ‘¡Ah! ¡Sí, pero eso que usted dice lo compromete sólo a usted’” (163). Luego con estos bueyes tendría que comenzarse a arar.

Para Muray “la conspiración sondeocrática baja los humos maravillosamente. […] A fuerza de encuestas de opinión, lo que se ha restaurado es el orgullo de los recatados, la dignidad eminente de los ineptos, el derecho a no gozar de los que no gozan” (201). “Nuestra sociedad mediática no es en absoluto, como se pretende, ‘la forma moderna y acabada de la diversión’. Es la figura última de la censura preventiva” (203).

Siguiendo con las “cuentas” con las que Muray elabora su “rosario”, se puede leer: “Cada cerebro es un koljoz (Explotación agraria colectiva en la antigua Unión Soviética) […] La burocracia, la delación, una adoración de la juventud que pone la carne de gallina, la inmaterialización de todo pensamiento, la eliminación del espíritu crítico, el obsceno adiestramiento de las masas, la aniquilación de la Historia bajo sus reactualizaciones forzadas, la apelación kitsch al sentimiento contra la razón, el odio al pasado y la uniformización de los modos de vida. Todo ha ido rápido, muy rápido. Los últimos núcleos de resistencia se dispersan, la Milicia de las Imágenes ocupa el terreno a fuerza de sonrisas” (129).

Pero hay una nota en la que Muray muestra la originalidad de su pensamiento y su agudeza: “El silencio está en trámite de expulsión, como la incredulidad, la ironía, como el juego, como el placer. […] La sociedad de los ‘cuadros de mando’, del tiempo libre, de los ‘empleados del sector terciario’ dados a la comunicación, ya no tiene motivos para carcajearse. […] se respetan demasiadas cosas como para burlarse de ellas con malicia. Lo propio del hombre moderno es el rito. La risa no lo en absoluto. ¿Acaso se puede ser un buen cómico con buenos sentimientos? […] ¿Qué queda todavía ironizable en el Imperio Igualitario?” (177-178).

Para Muray, y ya voy acabando, los “escritores comprometidos” – verdadero Pepito Grillo en una sociedad a poco que cumplan su tarea – son realmente una especie en peligro de extinción ya que “la mayoría de los libros han empezado con alegría un régimen hipocalórico. Sus autores, está claro, no van a ponerse a ironizar sobre aquellos de los que depende su vida. Saben muy bien que ni siquiera les queda ya la solución de ser la mala conciencia de los criminales. No se van a poner a contarles a los organizadores de la juerga que todo se metamorfosea en juerga. Ni siquiera en juerga, en culebrón. En comedia de situación y después en culebrón” (198).

En resumidas cuentas: “¡El sitio de Sartre está vacío!” (166). – ¿¿¿Una cañita???-.