El sueño de Raskólnikov


En el sueño de Raskólnikov – el enigmático protagonista de la novela Crimen y castigo de Fiódor Dostoievski (1821-1881) – se cree ver “que el mundo entero era víctima de una terrible peste que arrancaba de las profundidades del Asia y se extendía hacia Europa”. En concreto, “habían aparecido unas triquinas de tipo nuevo, seres microscópicos que se introducían en el cuerpo de las personas”. La convalecencia en el hospital, los últimos días de Cuaresma y todas las semanas de Pascua como consecuencia de unas intensas fiebres por las que deliraba, le había conducido a soñar con personas a las que la citada peste las volvía enseguida “endemoniadas y locas”. Pero se trataba, en su imaginario, de una locura por la que “nunca, nunca, los hombres se habían considerado tan lúcidos y tan seguros de que estaban en posesión de la verdad […] Nunca habían tenido tanta confianza en la infalibilidad de sus sentencias, en la firmeza de sus conclusiones científicas, de sus convicciones morales y religiosas”.

“Poblados enteros, ciudades y pueblos, se contagiaban de aquella locura” en el sueño de Raskólnikov. Es más, todos aquellos hombres “estaban alarmados, nadie comprendía a los demás; cada uno pensaba que él poseía la verdad y se atormentaba al mirar a los demás, se golpeaba el pecho, lloraba y se retorcía las manos”. Pero no solo eso sino que además aquellos hombres “no sabían a quién juzgar ni cómo juzgarle; no podían ponerse de acuerdo sobre lo que era el mal y lo que era el bien. No sabían a quién acusar y a quién declarar inocente”.

En los brazos de un Morfeo endiablado Raskólnikov ha podido otear: “En las ciudades, se tocaba a rebato a diario: se convocaba a todo el mundo, pero quién convocaba y para qué eran cosas que nadie sabía, y todos estaban alarmados. Se abandonaban los oficios más corrientes, pues cada persona presentaba sus ideas, sus reformas, y no podían llegar a un acuerdo […] En algún que otro lugar, la gente llegaba a reunirse, acordaba hacer algo y juraba no separarse, pero al instante comenzaba a ocuparse de algo completamente distinto de lo que acababa de proponer, empezaban a acusarse unos a otros, a pelearse y a matarse”.

Sin embargo no todo está teñido con el oleo de lo lúgubre en el sueño de Raskólnikov. Surge una esperanza. Pero, ¿hasta qué punto no sigue tiñéndose todo de dramatismo y oscuridad pese a la cierta luz de la esperanza? Juzguen por ustedes mismos: “El mal aumentaba, la peste seguía avanzando. Solo podían salvarse contadas personas en el mundo; eran personas puras y elegidas, predestinadas a iniciar un nuevo género humano y una nueva vida, a renovar y purificar la tierra; pero nadie las veía en ningún sitio, nadie oía sus palabras ni sus voces”.

Lo curioso después del relato del sueño es que Raskólnikov siguiera atormentándose porque “el absurdo desvarío resonara de manera tan triste y dolorosa en sus recuerdos y que transcurriera tanto tiempo sin que se borrara la huella de las febriles quimeras”. Si bien, finalmente, tras la tempestad vino la calma; una calma que llevaba el nombre de Sonia [de la que, de seguro, ya hablaré en otro momento].

Volviendo ya a un estado de vigilia y sin olvidar la admonición del mismo Yahvé por boca de profeta Jeremías: “Profeta que tenga un sueño, cuente un sueño, y el que tenga consigo mi palabra, que hable mi palabra fielmente” (Jer 23, 28), conviene cotejar, por un momento las dosis de acierto y actualidad del sueño de Raskólnikov. O repensar, también por un momento, lo que el mismo Papa Francisco ya advirtió en aquella estremecedora oración en la Plaza de San Pedro del pasado 27 de marzo: “Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa bendita pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”.