La duda


Pobre viejo, si hubiera sido más decidido todavía estaría entre nosotros.

I.- El viejo , desde que enviudó,  vivía   en el campo, apartado de todo, dedicado a  su animales. Y, por aburrimiento y soledad,  y también por tristeza,  cogió la costumbre de acostarse a la hora de las gallinas: era ponerse el sol y meterse en la piltra y empezar a roncar. Y más últimamente porque, como estaba caidillo y quebrantado, apenas cenaba: si acaso un vaso de leche bien cargado de azúcar, que los viejos son muy golosos. Así que, cada anochecer,  con esas escasas vituallas en el bandujo, rezaba su padrenuestro  y , ea,  al jergón. Y es que, si alguna  noche abusaba del condumio, el estómago protestaba y se le reburujaban las tripas en un rincón del abdomen y lo pasaba perramente.

 Eso sí, para levantarse, también era  como las gallinas: en cuanto el día apuntaba   sus  primeras claridades y medio se columbraban las siluetas de las encinas y de los retamares,  ya estaba en pie. Se lavaba bien lavadito, porque el viejo era muy curioso,  y se afeitaba cuidadosamente con  su brocha de pelos de tejón y  con su  cuchilla, ris- ras, ris- ras,   y se enjalbegaba luego  la cara de loción y,  cuando ya estaba satisfecho  y reluciente y atezado, solo entonces,  se tomaba un cafelillo. Y una tostada enguachinada en aceite de oliva que, según decían, era muy buena para matar el colesterol, ese bicho tan malo que se agarra a las venas y te lleva al Paraiso en un pis pas.

Luego salía a los ruedos de la casa y  esperaba  a que llegara Pascual, el zagalón que le ayudaba con las ovejas y con las cabras y con  el resto de los animales. Y en la huerta. Y en el ordeño.  En cuanto oía el traqueteo de la furgona jadeando cerro arriba y veía el resplandor tembloroso de sus luces, al viejo se le encendía el corazón y, en la cara, se le dibujaba, sin darse cuenta, una sonrisa . Una sonrisa desdentada, ciertamente. Pero sonrisa al fin y al cabo.

 Lo cierto es que él estaba cada día más viejo y más torpón y necesitaba más ayuda para bregar con los animales. Y para todo. E indeciso también estaba, que el viejo,  aunque había sido expeditivo de joven, ahora  ya dudaba de todo. Y le costaba un mundo decidir algo, aunque fuera una nimiedad. También estaba muy lento en los andares. E inseguro. Así que, por prudencia, no dejaba el garrote ni un momento. No fuera a ser que…

Pensaba :

– Cualquier día me doy un jardalazo y me desguazo del golpe.

Sin embargo, Pascual, el zagalón, como era muy joven,  estaba activo y ágil. Y era  muy resolutivo. Y eso compensaba las carencias del viejo. Y como era de luces despiertas le había cogido pronto el aire al ganado y lo manejaba con mucha eficacia. Tanto era así que  el viejo cada día se retranqueaba más y, Pascual, por el contrario, tomaba más poder y, al final, aunque las decisiones parecía que las tomaba el viejo, quien realmente las adoptaba era Pascual.

– ¿ Le parece a usted que destetemos ya los corderos ?

Y el viejo dudaba, porque le costaba mucho decidirse y tomar decisiones. Y ya no veía nada claro. Pero al final se allanaba a la sugerencia de Pascual:

– Eso mismo te iba yo a decir ahora….

O bien:

– ¿ Le parece a usted bien que dejemos de renuevo esa borreguilla mocha ?

Y el viejo dudaba, pero al final confirmaba :

– Eso mismo te iba yo a decir ahora…

Y otras veces :

– ¿ Le parece a usted bien que le ponga camas de paja a los animales ? Barrunto que se va a echar el frio…

Y el viejo dudaba, pero al final :

– Eso mismo te iba yo a decir ahora…

 

II.- En pocos meses el viejo le había cogido mucho cariño a Pascual y, en cierto modo, lo consideraba el hijo que la naturaleza le había negado. Y veía en el muchacho una disposición con el ganado  que él mismo, muchos años atrás, cuando era zagal,  había tenido. Y la afición al campo. Y el deseo de aprender. Así que el viejo lo consideraba  heredero natural.

Y pensaba :

– Cualquier día de estos me arrimo donde el notario y le dejo mis cuatro miserias a Pascualillo. Para cuando yo falte.

Y es que, el viejo, apenas tenía familia y, con la  poca que  tenía: un par de sobrinas que vivían en Barcelona  y una prima lejana en el pueblo, escaseaba el trato. Tampoco era culpa de las sobrinas ni de la prima, que el viejo, en rigor, era muy desapegado.

Solía decir :

– La familia y la pesca, a las tres horas

Pero, con Pascualillo, la cosa era distinta así que el viejo, un día, aportó por la notaría y después de echar un rato de conversación con el notario, firmó el testamento y  nombró al muchacho heredero universal. Y aunque habitualmente el viejo dudaba de todo y le costaba un mundo decidir, en aquel caso lo hizo todo de corrido, sin ninguna inquietud, sin ningún titubeo, con toda seguridad.

Como el viejo era de natural reservado, no dijo nada a nadie y, mucho menos, a Pascualillo. Pero, sin embargo, estaba muy satisfecho de su decisión y, así, cuando veía al zagalón manejar al ganado con tanta soltura, y mover los hatajos con un mero silbido,  se sentía muy contento y musitaba, muy bajito, muy bajito:

– Mi heredero…

Y entonces  se le encendía el corazón y, en la cara, se le dibujaba, sin darse cuenta, una sonrisa. Una sonrisa desdentada, ciertamente. Pero sonrisa al fin y al cabo.

 

III.- Habían terminado las labores del día y, como era invierno cerrado, la oscuridad se había echado ya y el frío se metía por los huesos. Algunas noches, por eso de quitarse de ir y venir al pueblo, Pascualillo se quedaba a dormir en el campo. En esos casos, el viejo le freía unos chorizos de venado y un par de huevos y le daba un chusco de pan y una suerte de queso y ambos se sentaban a cenar mirando al fuego. Pascualillo comía despacio, masticando con mucha premura, en silencio. De vez en cuando decía alguna cosa, siempre relativa al ganado, generalmente ya sabida, y sin otra intención que romper el silencio:

– La paridera viene bien.

El viejo, por su parte, también miraba silencioso al fuego y, cada poco, removía el vaso de leche, para que el azúcar, que se había depositado en la base, formara de nuevo solución con la leche, y el trago le supiera dulce, que los viejos son muy golosos. Entonces daba un sorbo  y decía alguna cosa, siempre relativa al ganado, generalmente ya sabida, y sin otra intención que romper el silencio:

– La paridera viene bien.

Pero aquella noche Pascualillo no se quedó a dormir. Así que el viejo se tomó su vaso de leche rezó su padrenuestro y , ea,  al jergón. Y a la nada, como tenía la conciencia tranquila, empezó a roncar.

No sabía cuánto tiempo habría transcurrido cuando lo despertaron unos ruidos. En lo primero en que pensó fue en la garduña que, algunas veces, bajaba del monte y se subía al tejado y lo removía todo para comerse a los gorriones que anidaban bajo las tejas. Y lo dejaba todo destrozado. Y costaba un capital en albañiles  ponerlo luego  todo en orden.

– ¡ Maldito bicho !

 Pero ahora, en invierno, no era tiempo de cría y hacía frío y los gorriones no dormían bajo las tejas sino que se metían en la nave, o en los establillos, que estaban más caldeados por los vahos de las ovejas y de la cabras. Así que no era razonable que la garduña, que era un animal malo pero sabio,  hubiera bajado del monte. La garduña o lo que fuera porque el viejo, la verdad, no lo tenía nada claro. Cada vez dudaba más. Desde hacía años dudaba de todo.

 Aún así se levantó y salió del dormitorio, a ver si los ruidos lo orientaban. Echó mano de la escopeta porque como se le trasluciera la garduña o lo que fuera le iba a mandar un recadito que se le iban a quitar las ganas de volver al tejado.

– ¡ Maldito bicho !

Y en esto vio dos sombras en el cuarto de estar, removiéndolo todo. Y supo que eran ladrones. Y dijo:

– ¿ Quien anda ahí ?

Las sombras se pararon y avanzaron hacia él. Amenazantes. Silenciosas.

El viejo dudó: ¿ Disparaba al aire para ahuyentar a los ladrones ? ¿ Les disparaba a las piernas ? Recordó que, si alguno de los ladrones resultaba herido, él, el viejo, podía verse unos pocos de años en la cárcel. Y si, por desgracia, los mataba, ya podía ir despidiéndose de ser libre en este mundo…

El viejo dudaba, seguía dudando…

– ¿ Quien anda ahí ?

Las sombras siguieron avanzando hacia él. Amenazantes. Silenciosas. El viejo dudaba: ¿Disparar al aire ?  ¿ Disparar a la piernas ? Seguía dudando…

 

Súbitamente, el fogonazo de un disparo iluminó la estancia y el viejo se echó las manos a la boca del estómago y  cayó de bruces.

Una de las sombras dijo:

– Está muerto, vámonos…

La otra sombra puntualizó:

– Si el viejo no duda tanto, los muertos seríamos nosotros.

 

IV.- Sentado junto a la pared de la casa, asogatado  del viento frio de la mañana,  Pascualillo se tragaba las lágrimas y acariciaba a su perro y éste, de vez en cuando, entrecerraba los ojos y  le lamía las manos. El zagal estaba tan triste que hasta las humildes muestras de afecto del animal lo reconfortaban.

Cuando se levantó el cadáver y la guardia civil hubo  tomado las pruebas correspondientes, el sargento le dijo a Pascual:

– Ya puedes soltar el ganado.

Pascual conocía al sargento desde hace muchos años:

– ¿ Los pillarán ?

El sargento era  viejo, le quedaban unos meses para jubilarse, y ya le daba  todo igual. Decía lo que le parecía. Estaba muy quemado. Y no tenía ya fe en nada. En la justicia no mucha. En los políticos, en casi todos los políticos,  ninguna.

– Seguro…han sido muy chapuceros. Pero al final la condena será muy corta. Ya lo verás.

El sargento encendió un cigarro. No sabía si el señor juez, que andaba zascandileando por ahí, aprobaría que fumase estando de servicio. Pero le daba igual.

– Pobre viejo, musitó, lo ha matado la duda, la prudencia. Y , quizá, la sociedad hipócrita en que vivimos, donde a la víctima se criminaliza y al delincuente se le justifica y pobre viejo, si hubiera sido más decidido todavía estaría entre nosotros. En la cárcel, pero vivo…

Pascualillo tenía su mano sobre el lomo del perro y  la mirada fija en una encina. Como el viento arreciaba, las ramas se agitaban y hacían extraños movimientos, como un balanceo rítmico, a veces pausado, a veces violento…Pascualillo entrecerró los ojos y se puso a imaginar. Necesitaba pensar en cosas que le complacieran, para mitigar el dolor que le rajaba los adentros. De pronto dio con un pensamiento feliz y sintió alivio. Una brevísima sonrisa se le dibujó en los labios.

Y mirando a la encina  que violentaba el viento dijo:

– Os tengo que ver ahí colgados, hijos de puta.

Y volvió a sonreír.

Pero, al instante, supo que eso era un mero deseo, algo que nunca podría suceder, un sueño imposible… Y por eso, solo por eso, especialmente por eso, empezó a llorar. Al fin.