La insoportable levedad del estado de alarma


Vivimos en un dilema quincenal. O decir que sí al estado de alarma o decir que no. O abstenerse, que es ni sí ni no, sino todo lo contrario, y también, ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio, o más sencillamente, no tengo ni idea de lo que decir, o sea, no digo nada, o sea, me abstengo. Al cabo la abstención no es más que una renuncia a la propia decisión, es decir, a tomar parte en el asunto. Los abstencionistas sirven fundamentalmente para quitarse de en medio y evadir la responsabilidad. Como los astringentes para no cagarla, podría considerarse desde un punto de vista benevolente y sanitario. Pero la abstención no aporta utilidad en casi ningún orden de la vida. En el póker el que pasa deja la jugada a los demás y en la democracia el que se abstiene deja la elección a los que votan. Un abstencionista es por definición un tonto que no se da cuenta de que lo es, pero tiene miedo a serlo. La inseguridad, que no es un sinónimo de la prudencia, no apunta maneras para la política.

Cierto es, no obstante, que el dilema quincenal en que vivimos es un trampantojo de muy difícil discernimiento. Las opciones, tal como las presenta el Gobierno, son: que te mate el virus o que te arruine Pedro Sánchez, sin que la segunda eluda la primera. No parece que nadie pueda salir indemne de semejante dicotomía. La gestante Arrimadas así lo ha entendido. Su sí al estado de alarma, a cambio de que el presidente del Gobierno se fije en ella de vez en cuando, implica su rendición incondicional ante la inexorabilidad de estos hechos. La vida es lógicamente lo primero, especialmente en sus circunstancias. Y la ruina llegará ineludiblemente, pero antes a otros. Siempre llega antes a otros que a diputados y a senadores, como es bien sabido. Hay sueldos que se pagaran hasta el último día de la consumación del Estado. Vistas así las cosas, la actitud de la lideresa ciudadana es en cierto modo comprensible, porque solo trata de ganar tiempo en un justificable estado de buena esperanza, como es comprensible la de muchos progenitores de sus respectivas patrias que a la postre se están conformando con un plato de lentejas mientras se desarbola el estado de las autonomías. Todo ello forma parte de esa normalidad nueva, bajo mando único, que poco a poco habrá de instalarse en nuestras vidas, fuera de la cual solo es susceptible de encontrarse el caos, según se nos advierte. Incluso Casado es partícipe de esta fatalidad. Tras dejarse las barbas de Rajoy, tan ralas como las de Rajoy, las ha puesto a remojar y se ha abstenido en consecuencia. Tenía un no pendiente al Gobierno para consolidarse personalmente como alternativa, pero ha preferido dárselo al ejercicio digno de una labor parlamentaria. Quién se abstiene ante el desastre de un Gobierno inepto e inicuo no puede presumir el liderazgo de una oposición activa.

Pero no olvidemos que el dilema sigue siendo quincenal y que dentro de poco tendremos supuestamente otra oportunidad para deshacer entuertos, aunque sepamos que el proceso será igualmente torticero y que nuestros políticos estarán aquejados de esa curiosa dolencia semejante a la indolencia. Todo continuará de la misma laya: más muertos que en ningún sitio, más contagios que en ninguna parte, más sanciones que en ningún lugar, más parados que trabajadores, la sanidad infectada, hecha un guiñapo, sin medios y sin criterio, los miserables servicios de propaganda echando la culpa al pueblo de los dislates preventivos del Gobierno y, como colofón o cenotafio, el comité de encapuchados que decide sobre quién puede bañarse y quién no…

Sé que es cada quince días, pero se me hace cada vez más insoportable esta falsificada levedad del tiempo político.

 

 

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Nacido en Linares, en la misma habitación donde murió Manolete. Cordobesía obliga. Licenciado en Historia, empleado público, rentista vocacional, cofrade nada ejemplar y experto en peroles. Aficionado a opinar. He sido colaborador de ABC de Córdoba, de la Cope y de los extintos periódicos locales Nuevo Diario y La Información. Soy liberal de toda la vida, por lo que me llaman fascista con cierta frecuencia. Estoy casado, tengo tres hijos, dos perros y un gato. He escrito un libro y he plantado varios árboles. Vivo en una parcela clandestina. Hay otra forma de vivir, pero no es tan divertida ni tan cordobesa.