Ser cura: Apasionante aventura


En estos días en los que en Roma se celebra un encuentro de obispos de todo el mundo convocados por el Santo Padre para reflexionar y tomar medidas ante tanto dolor y escarnio ocasionado por muchos sacerdotes quiero poner en valor la figura de millares de sacerdotes buenos y santos. Los pecados cometidos son execrables, el daño ocasionado a tantos niños es enorme e irreparable y hay que poner todos los medios a nuestro alcance para extirpar esta lacra, este mal, de la Iglesia, lugar de acogida donde hallar paz, justicia y felicidad plena.

Estamos ya a pocos días de celebrar el Día del Seminario, este año bajo el lema “El Seminario, misión de todos”. Pronto recibiremos con alegría en nuestras comunidades a esos adolescentes y jóvenes que se preparan intensamente para ser el día de mañana buenos curas. En este clima de dolor se percibe la semilla de la esperanza en estos jóvenes valientes, que, en el rigor de un tiempo desfavorable para sus sueños, siguen adelante con fuerza, ilusión y una entrega desbordante. Ellos son la esperanza de la Iglesia de Córdoba, porque el Seminario es el corazón de la Diócesis.

Durante diez años fui formador del Seminario Menor, allí donde llegan chicos con poco más de doce años con el deseo de ser algún día sacerdote. Seguirá habiendo quien piense que a esa edad es una temeridad, pues no, yo lo viví en primera persona. En el Seminario Menor, primero de niño y después de sacerdote, viví los mejores años de mi vida. Porque el Señor llama a cualquier hora y así ha sido a lo largo de la historia teniendo ejemplos de muchos pequeños que hoy son modelos de santidad: Tarsicio, Justo y Pastor, Eulalia de Marida, Pelagio, Teresa del Niño Jesús, Domingo Savio, Dominguito del Val, María Goretti, Bernardita Subiroux. Si un niño es capaz a su edad asumir su vida de fe y compromisos de vida cristiana también puede ser llamado por Dios como a Samuel para que vaya labrando los cimientos sobre los que ir edificando esta apasionante aventura de ser sacerdote.

Cuando terminan las enseñanzas medias y siguen manifestando su deseo de seguir formándose en el camino sacerdotal, y así la Iglesia, a través de sus formadores, lo ve oportuno tras un largo discernimiento, pasan a formar parte de la comunidad del Seminario Mayor. Aquí transcurre la etapa más inmediata y exigente en la formación del candidato. No sólo se le pedirá un alto nivel intelectual y de vida de piedad, de hondura espiritual; también un severo análisis de su personalidad humana, equilibrio psicológico y afectivo, una persona capaz de entablar sanas relaciones, capacidad para tomar decisiones prudentes, rectitud y objetividad a la hora de establecer juicios, dominio del propio carácter… cultivar la sinceridad y el amor a la verdad, la fidelidad a la palabra dada, equilibrio emocional y afectivo, humildad para aceptar sus propios límites, espíritu de servicio, laboriosidad, creatividad, austeridad, firmeza, constancia… (Cf. 53-54 PFSM). Igualmente, una formación comunitaria que le permita ser un ser social capaz de armonizar una comunidad donde concurren intereses y expectativas muy diferentes y personales. Y finalmente, una formación pastoral, que les permita ser el día de mañana pastores según el Corazón de Cristo, que amen con locura a los fieles a los que son enviados, capaces de entregar la vida por todos ellos especialmente por los más necesitados del amor y misericordia de Dios.

Estos chicos y jóvenes, y todos los curas, no son superhéroes. Sencillamente son personas que han respondido a la llamada del Señor y quieren ser felices, y esa felicidad la hayamos viviendo esta apasionante aventura de ser sacerdote, una aventura de amor, una aventura de entrega hasta el extremo. No somos perfectos. Pero queremos ser perfectos como nuestro buen Padre Dios. Y también, los curas, necesitan de una familia, no son lobos esteparios. Sus más íntimos, sus propios compañeros de ministerio, pero también una comunidad cristiana como tengo la gracia de tener en la parroquia de la Trinidad. Una parroquia, comunidad, grupo o movimiento que quiera y acompañe a su sacerdote, que le cuide y le ayude a ser buen pastor, con sus oraciones y también con sus consejos. El sacerdote que opta por vivir aislado o se siente aislado termina cayendo en un mar de debilidades.

Por ello, en este tiempo convulso, como dicen algunos de los fieles de mi parroquia: “Pon un cura en tu vida”. La comunidad se nutrirá abundantemente de su ministerio y el sacerdote será más plenamente feliz porque tendrá puesto el corazón en aquello para lo que fue llamado: en ser imagen de Cristo Buen Pastor allí donde ha sido enviado por la Iglesia.