Irene, ministra, no me representas


Mientras, en la televisión, la ministra y otras de su ralea, echaban sus discursitos

I.- La ministra.

De cómo había llegado a dónde había llegado se hablaba poco. Para qué abundar en lo evidente…: sería muy poco elegante.

Pero bien debiera , la señora ministra, no apropiarse de la representación de tantas mujeres que no ven al hombre ni como asesino, ni como violador, ni como amo prepotente…sino como compañero amable y fiel en el arduo camino de la vida.

II.- La ganadera pobre: “Irene, ministra, no me representas “

Se había sentado un rato a ver atardecer. A veces, después de acabar las faenas del hogar, lo hacía : se salía a los ruedos de la casa, sacaba una silla de enea, y se orientaba a poniente. Entonces casi abandonaba el ser y, sin dormirse, perdía la conciencia, en una suerte de nirvana poético y rural.

Aquella tarde miraba cómo las nubes se entrelazaban en el horizonte, con formas diluidas y rojizas. El silencio se iba enseñoreando de todo y el mundo parecía que adormecía su pulso. A veces, el vuelo de un pájaro, daba movimiento a la brisa cálida, invisible y suave, que subía desde lo hondo de los encinares. Luego tornaba la quietud.

Aspiró con glotonería la brisa :

– Mañana va a llover, pensó.

Entonces sintió el charabasqueo de unos pasos sobre el pasto seco: era su marido, que acababa de encerrar a las ovejas en la red.

Juntos miraron al sol hundirse más allá de la negrura de las últimas montañas. Eran felices. Se ayudaban. Se querían. Vivían algo alcanzados de dineros porque la vida del ganadero es así: sometida a los vaivenes del tiempo, de las enfermedades de los animales, de los precios mudables de la lonja…Pero ella, en su sabiduría de mujer noble, sabía que para ser feliz no era imprescindible tener mucho dinero. Para ser feliz, le bastaba con saber ser feliz. Y estar con él.

Él le acarició la mejilla. Tenía una mano áspera, una mano aguerrida en la labor física y antigua. Le olía a lana de oveja.

Ella recibió la caricia casi estremecida. Y sonrió, simplemente sonrió.

III.- La alcohólica: “ Irene, ministra, no me representas “

Nunca supo cuando se empicó con el alcohol. Tal vez al mudarse de ciudad. Su padre era militar y, con el ascenso, lo trasladaron. Llegó el nuevo instituto: los nuevos compañeros, el estúpido deseo de integrarse siendo una más, costase lo que costase. Abjuró de sus convicciones, de sus creencias, de sus principios…Y una cosa llevó a la otra.

Primero fueron las cervezas, bebidas a gañote, después de clase, en los descampados cercanos . Luego, pocos meses más tarde, en nocturnos parques deshabitados, los botellones: mezclas que le parecían imbebibles al principio ( calimochos, rebujitos, cubatas…) pero que tenía que trasegar para ser aceptada por el rebaño. Y de ahí, a la nada, la esclavitud: apenas podía vivir sin su abundante ración de alcohol. Y, por ende, el fracaso generalizado: suspensos en el colegio, broncas en casa… Y los vómitos, y el pulso temblón y, a veces, las alucinaciones…

Entonces apareció él. De una forma tan casual, que debía estar preparada por alguien: ¿ Por Dios ? Quien sabe… Un día de brutal borrachera, perdió el bolso con todo : monedero, carnets, llaves… Pablo, que corría por el parque, lo encontró. Quedaron. Ella no tenía más intención que recuperar sus enseres y largarse. Él sólo quería devolver el bolso e irse a clase. Ella le ofreció un café: pura cortesía. Él lo aceptó: no se le daban bien las excusas. Charlaron. Quedaron para el día siguiente. Y luego para el otro. Y después para el de más allá.

Pasaron las semanas. Él le presentó a un amigo médico, especialista en adicciones. Inició el tratamiento. Dejó el alcohol. Ella siempre le agradecería haberla sacado de su esclavitud. El siempre le agradecería poder quererla, y ser correspondido.

Ambos sabían que la lucha sería constante y que podrían perder alguna batalla. Pero sabían que juntos ganarían la guerra.

Aquella tarde, mientras veían atardecer, él le dijo :

– Si algún día caes de nuevo, yo estaré a tu lado. Para ayudarte. Sin ningún reproche…

Él le acarició la mejilla. Tenía una mano suave, una mano propia de un estudiante, habituado al bolígrafo y al teclado del ordenador. Una mano neutra, con un lejanísimo olor a colonia de baño.

Ella recibió la caricia casi estremecida. Y sonrió, simplemente sonrió.

IV.- La vieja enferma: “ Irene, ministra, no me representas “

Nunca supo si se cayó y se tronzó la cadera del porrazo o si, por el contrario, se le partió la cadera y por eso dio el jardalazo.

Lo que sí tenía claro es que podía ser el fin. Y no por conocimientos científicos, que la vieja de medicina no sabía una palabra, sino por experiencia. Desde que tenía memoria, había ido viendo morir a los ancianos cuando se rompían la cadera. Ahora bien, a su años, con todo hecho y habiendo sido feliz : ¿ qué importaba morir?

Si acaso, por su marido: también ya anciano. Y, como hombre, más desvalido. Que, cierto era, su marido aun estaba saludable y gallardo , y si me apuras, hasta andaba muy sobradete. Pero ella no olvidaba que, si hincaba el pico, él lo iba a pasar muy mal. Así que, aunque sólo fuera por eso, tenía que luchar por sobrevivir.

Su marido había sido todo para ella. El soporte en los tiempos difíciles, en la educación de los hijos… Le había dado serenidad y aplomo siempre: cuando las cosas habían venido de cara y cuando, en otras fases de la vida, habían venido torcidas y repartiendo cornadas.

Ahora, ya vieja y apercudida, aun sentía un cierto temblor al verlo abrir, muy temprano, la puerta de la habitación del hospital donde convalecía y preguntar sonriendo:

– ¿ Qué tal la noche ?

Y es que habían sido muy felices.

Aquella tarde, solos en la penumbra de la habitación, él sintió la necesidad de decirle muchas cosas . Pero se acharó ya que, seguramente, lo que quería decirle eran frases, ideas, sentimientos ya pronunciados en el pasado. Ciertamente : ¿ qué novedad podría decirle después de setenta años en común ?

Entonces él tomo una decisión sabia : le acarició la mejilla. Tenía una mano vieja y reseca, una mano propia de un anciano. Una mano neutra, con un lejanísimo olor “ after have “ pasado de moda .

Ella recibió la caricia casi estremecida. Y sonrió, simplemente sonrió.

Mientras, en la televisión, la ministra y otras de su ralea, echaban sus discursitos.

La vieja las miró. Estaban ladradoras y airadas, en una prédica extrema y reivindicativa.

La vieja sonrió. Con pena sonrió. Y siguió disfrutando de la caricia vieja y reseca de su marido.