Cayetana


El lector atento y sin prejuicios puede experimentar afecto, admiración, reconfortante catarsis

“El Oso”, le llamaba en broma Carlos II, el rey restaurado en 1660, hijo del Carlos I decapitado por mandato del Parlamento en 1649. Gozaba teniéndolo cerca, mientras los Court Wits, su enjambre de poetas aristócratas, arremetían contra el autor del Leviatán, provocándolo con sus pullas ingeniosas, atrayendo sus zarpazos de superioridad intelectual. Símil alusivo al bear baiting, u “hostigamiento de osos”, que a veces se practicaba también con toros y era –junto con la solemnidad de las ejecuciones públicas, las suntuosas óperas y representaciones teatrales, los bellos sermones eclesiásticos o la magia sonora de Henry Purcell—una de las diversiones de las refinadas élites de la época. También gustaban de las llamadas spectaculars, u “obras de máquinas”, a menudo asociadas al Teatro de Dorset Garden, que ponían en juego toda clase de lujosos despliegues, susceptibles de incluir fuegos artificiales, batallas navales, complejos artilugios y vestuarios costosos. Ambiente en que la conversación inteligente, como la repentización en verso, cotizaban alto. De ahí que fuese un reto arrastrar a Thomas Hobbes a demostrar sus dotes.

 

Claro que ulteriormente se volvería a aplicar ese mismo término de bear baiting a los ataques concertados que recibiera poco más tarde el ya por otra parte anciano Hobbes (había nacido en 1588), el autor que tan elocuentemente había explicado a los ingleses cómo se conjugaban el monstruo horripilante del Estado, las discordias guerracivilistas y la construcción de un régimen político humanitario, vacunado de crueldad y dogmatismo. Esa horrible bestia es la descrita en Job 40:25 y ss., aunque reaparece aquí y allá en la Biblia como fuerza demoníaca, y es también Moby-Dick, la ballena blanca de Melville. Pero esta vez no se trataba de salvas de agudeza mental, ni las lanzaban librepensadores distinguidos. Sino de embates provenientes de clérigos anglicanos y de absolutistas reaccionarios, que lo tachaban de hereje y de amenaza a la Iglesia y el Estado. En buena parte se salieron con la suya, y el viejo filósofo hubo de publicar sus últimas obras en Holanda, o dejarlas inéditas para después de su muerte, acaecida en 1679. Y recuérdese, hoy como homenaje al maestro español, que nuestro traductor de Hobbes es Antonio Escohotado.

Con las 520 páginas de Políticamente indeseable (Barcelona: Ediciones B, 1921), un volumen pulcro e inusitado, Cayetana Álvarez de Toledo está dando lugar a cierto bear baiting en una y otra versión. En el sentido de que la cabeza mejor amueblada, la más noble, sea zaherida por un coro bullicioso de inferiores; y en el de una vituperación, mejor o peor camuflada, que brota del integrismo autoritario. Aunque parezca forzadamente metafórico ver en esta marquesa esbelta y con cara de niña a un plantígrado imponente, y no pretendamos cargarla, en frívola hipérbole, con los galones de la filosofía política –que podría tal vez ganarse con el tiempo si muda de menester, pero que no marcan su oficio actual–, asistimos a algo semejante.

Desde un punto de vista objetivo y axiológico, lo único relevante a dirimir habría de ser si el libro es consistente o endeble, veraz o mentiroso, edificante o corrosivo, sagaz o prescindible, respetuoso o difamatorio. ¿La madre del cordero no está ahí? Contraproducente resulta así, por infantil, que las mesnadas del PP hayan salido en tropel a denigrarlo, asegurando con coreografía coreana o con marcialidad prusiana que no piensan leerlo. ¿Hasta ahí alcanza la seguridad que conservan en sí mismos? ¿Hasta ahí su deferencia a la opinión pública que, por creer en los milagros, pudiese alumbrar una ciudadanía adulta?

Para su paz de espíritu adelantaremos que se trata de un relato dignamente literario, sin casi trazas de redacción apresurada, estructurado en doce capítulos de corte más temático que cronológico. Lo que tenemos delante es un texto hondo, de quien ha leído a los clásicos y recibido una educación exigente. No existe chismorreo. Se nos revela como autobiográfico en ese sabroso registro de las introspecciones francesas o anglosajonas. Es locuaz hasta lo confesional y, nadie lo dude, de una delicadeza conmovedora. Aquí no se denigra a nadie. Sin pelos en la lengua, aunque con cortesía infinita, la narradora dibuja un sugestivo fresco. Evoca una rutilante compañía de complicidades intelectuales, cual la de Félix de Azúa, Fernando Savater, Mario Vargas Llosa, Andrés Trapiello, Arcadi Espada, Albert Boadella y otros, confirmando su vocación de transversalidad, su apego al talento y al señorío moral, así como su cultivo de un compañerismo exento de etiquetas.

Mario Vargas Llosa

El conjunto destila una invariable lealtad al PP, tan lógica como genuina. Ello no es incompatible con un agudo don de observación, del cual se desprenden pinceladas aptas para bosquejar algunos retratos aplastantes. Agrada desde este ángulo que Álvarez de Toledo comparta que no se considera muy empática, o su desazón si otros compañeros de partido se proponen serlo con tamaño ahínco. El suyo es un eufemismo cortés, desde luego. O, si se quiere, mordaz. Pues contrapone la precisión y la claridad en los posicionamientos de fondo al vicio común de decirle a todo el mundo, todo el rato, lo más socorrido para contemporizar. Aunque la cháchara esté bañada en inanidad y el ámbito de validez se sobreentienda tan ornamental como efímero. ¿Eso es empatía, o más bien el timo de la estampita?

Las primeras reacciones a Políticamente indeseable abundan en lo escasamente sorpresivo, dadas nuestras coordenadas, de que alguien brillante, con clarividencia, aplomo, bondad y rectitud, genere rechazo. Máxime si, para colmo, le sobran elegancia, posición honrosa, estilo y mundología. Suena brutal si se repara en lo que significa dicho fenómeno, sobre nosotros como sociedad, sobre nuestros anhelos, instintos y valores, pero se corrobora sin cortapisas, porque los españoles lo pensamos, sentimos y asumimos a diario, a modo de aire nuestro, que diría Jorge Guillén. No obstante, y deglutido esto, hay algo adicional que genera urticaria, y además a derecha e izquierda, con respecto a Cayetana Álvarez de Toledo: su liberalismo incombustible, en plan Isaiah Berlin.

Tanto como proclaman diferir en ideología nuestros tirios y troyanos, aquí hacen la ola en comandita. La izquierda detesta de esta dama su rotundidad al invocar el constitucionalismo, el garantismo jurídico, el respeto al otro, la igualdad ante la ley, la libertad. Y la derecha abomina no menos, por sus meandros peculiares, de su agnosticismo (pese a una reiterada y convincente estima por Ratzinger), su crítica integral a cualquier nacionalismo y su cosmopolitismo meritocrático, poco condescendiente con caciquismos, identidades o endogamias. Aunque parezca un chiste, la teocracia “teodorocrática” es parte del paisaje, como el resto de los vicios, las trampas y los esperpentos que conforman lo que hay. Bajo este sol no pueden florecer los individuos. Aquí se marcha a una, como Fuenteovejuna, o como mucho a dos. Pero no se juega con las cosas de comer, apuntan. Difícil dar batalla cultural alguna con mimbres tan paupérrimos, ¿no?

De remate, subsiste otra vertiente en la que se hace rara, incómoda y antipática esta Cayetana Álvarez de Toledo. Hablamos de su exquisita e insultante sencillez; de su modestia con acento argentino “de casa”; de su inaudito, testarudo y humillante coraje físico, que saca a relucir cuando cualquier otro se achanta, elude el riesgo, sopesa ventajas e inconvenientes, se pone a cubierto, busca salvar los muebles. Rasgos que ha sido factible verificar cuando la autora ha ejercicio de periodista o mujer de acción, cercada por chavistas, CDR o borrokas, pero que han impregnado cada una de sus actuaciones públicas y parlamentarias. Ello se torna singularmente perceptible en lo tocante a su papel en Cataluña, a nuestra crisis de autoestima colectiva y a la valentía con que ha plantado cara a separatistas y a comunistas, en crasa oposición a la inacción cobarde de tanto varón encopetado de la derecha nacional. Qué duda cabe de que incontables compatriotas, sumidos en la frustración de que el país se les deshaga entre los dedos como si fuera un castillo de arena, han disfrutado su arrojo con delectación vicaria, como cuando en un western o en una epopeya el héroe logra arreglar el entuerto, mete miedo a los malvados y nos devuelve la fe en la condición humana.

Así las cosas, transitando estas páginas, el lector atento y sin prejuicios puede experimentar afecto, admiración, reconfortante catarsis. Empero, será improbable que el votante, puesto en el brete, consiga soslayar la irritación ante tanta impecabilidad con donaire, tal frialdad analítica, esta falta flagrante de mezquindad, truco o sentimentalismo populista. Países como Gran Bretaña, Francia o Alemania podrían, en la esfera pertinente, entregarse felices ante un temperamento como el de Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos, XIV Marquesa de Casa Fuerte, doctora por la Universidad de Oxford y, al decir de muchos, excelente persona. España, la España agria y picaresca, la del familismo amoral, la aurea mediocritas, la rendición santurrona, la sonrisa perenne, no. La política española no alberga hueco para una figura como ella, igual que no lo tienen, ni por asomo, la universidad pública española o el ecosistema gremial de la cultura española. Esto es un factor matérico, irreversible, biológico. Algo híspido y tenaz.

Juan de Palafox y Mendoza

Cuando nuestro personaje compone su tesis doctoral, bajo la dirección de Sir John Elliott, sobre el obispo Juan de Palafox, virrey y Capitán General de Nueva España, no deja de centrarse en un caso que mutatis mutandis adelanta, a otra escala, ecos del desencanto por llegar. A la postre Palafox, de inicio promovido por el Conde-Duque de Olivares y fiel servidor de su monarca, acaba suscitando las iras del poder imperial español por tomarse demasiado en serio sus responsabilidades, defender en demasía el interés común y el bienestar de sus administrados, y contrariar las preferencias de determinados sectores eclesiásticos. El culto al padre que combatió el fascismo en la Segunda Guerra Mundial y la identificación con los antepasados puede alimentar los sueños, forjar un temple inhabitual y dar pie a la ingenuidad más hermosa, la de echarse la patria a las espaldas.

Michael Ignatieff

Otro referente que no puede ser ajeno a estas circunstancias es el del canadiense Michael Ignatieff, escritor, catedrático de la Universidad de Harvard y fallido aspirante a presidir el gobierno de su país desde el Partido Liberal, el título de cuyo libro sobre dichos avatares lo explicita todo: Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política (Madrid: Taurus, 2014). Una reflexión honesta que, por descontado, nos aboca a releer las propias reflexiones, en una senda paralela, de otro insigne liberal, Mario Vargas Llosa, en El pez en el agua (Barcelona: Seix Barral, 1993). ¿Dónde está escrito que es la valía la que tiene que imponerse? ¿Dónde que su fracaso no deba regocijar y encumbrar a su contrario?

El psicoanálisis que inventa Sigmund Freud, y está ya prefigurado en Soren Kierkegaard, nos enseña que el carácter del hombre constituye una mentira vital, una costra de represión y neurosis que formamos con esfuerzo para defendernos del pánico que experimentamos frente al mundo, la realidad y la muerte. Las capas más superficiales, en las que una ingente mayoría de humanos pasará el resto de sus vidas, son las del autoengaño básico, los clichés, la doxa, el paripé. Sólo quien traspasa las capas más profundas y se deshace del temor accederá a una libertad que es dolorosa, trágica y creadora. Pero en ese páramo hace frío. Porque la soledad de quien es diferente y dueño de sí mismo conlleva la incomprensión, el rencor y la venganza por parte de esas masas asustadas.